Málaga: sueño de una mañana de verano

Calle Larios

Ya está aquí la estación de todas las ciudades, la que lleva los contrastes y las paradojas a su mayor expresión, la más deseada y la más temida, la más incómoda y la que más invita a quedarse

Málaga: moratoria global

Coge tu sombrero y póntelo.
Coge tu sombrero y póntelo. / Javier Albiñana

Málaga/Es sábado por la mañana. Hoy empieza el verano, al menos en teoría, aunque parece que la estación más cálida lleva ya varios días bien asentada, haciendo de las suyas. Es temprano aún en el centro pero ya desfilan grupos de turistas arriba y abajo por la calle Alcazabilla, con sus maletas ruidosas y sus andares fatigados, aglutinados en pelotones furiosos después disueltos entre el museo de la Aduana, el Paseo del Parque y la calle Císter en dirección a la Catedral. Confluyen visitantes nacionales e internacionales, en una media de edad cercana a los cincuenta, al menos a primera vista. Una pareja intercambia un par de frases en inglés a mis espaldas, él avanza rojo como un tomate, se ha desabrochado la camisa por completo y muestra un torso fofo y blanquecino, propio de alguna criatura del cine de terror; no satisfecho con la protección que le prodiga una gorra celeste, ha cubierto su cabeza también con un pañuelo que ha empapado previamente en agua fría. Uno se pregunta qué hará el buen hombre a las tres de la tarde, o cuando el circuito lo lleve mañana a Sevilla o a Granada, pero de momento está aquí, haciendo lo que puede. Su compañera aguanta mucho mejor el tipo, con un vestido estampado largo hasta los tobillos y unas sandalias a juego, aunque tampoco parece tener cara de muchos amigos detrás de sus gafas de sol. Desde calle Victoria baja un grupo de muchachotes ataviados con camisetas del Málaga, pantalones cortos y deportivas cómodas. Hablan en portugués, siempre en voz muy alta y con risotadas resonantes. La despedida de soltero ha empezado pronto y uno casi pagaría cierta cantidad por comprobar en qué estado se encontrarán dentro de diez horas. En la misma dirección, frente a la terraza de El Pimpi, ya repleta, otra pareja normativa más joven de rubísimos rostros pálidos va camino de la playa. Él, con el rostro lleno de pecas, viste su bañador y una camiseta blanca y lisa. Ella no lleva más indumentaria que el biquini y las chanclas, como si la playa fuese a abrirse de un momento a otro, cual Mayo del 68, arrancad estos adoquines, debajo de estos adoquines está la playa. En Málaga, todo es playa. O, al menos, todo es susceptible de serlo.

Ella no lleva más indumentaria que el biquini y las chanclas, como si la playa fuese a abrirse de un momento a otro

Por la Cortina del Muelle cruza una mujer ataviada con un hiyab y un ondeante vestido de lino. Casi de refilón advierto la marca de Louis Vuitton en su bolso. Desde la calle Cañón asoma otra pareja, los dos muy jóvenes, él en pantalón corto y camiseta de baloncesto, piel muy morena, complexión delgada y caminar desganado; ella, con otro hiyab, se desplaza de manera discreta, con la vista más dirigida al suelo que a otra parte y una sonrisa, tal vez, incipiente y misteriosa. En la terraza de un bar algunos gorriones se disputan las migajas de un desayuno dejado a medias; la primavera nos ha devuelto a los pequeños pájaros, qué será de ellos este verano. En Molina Lario, la confluencia de los grandes hoteles se resuelve en más grupos de turistas que siguen el rastro de guías avezados, señales numerarias, una gorra alzada a modo de poste telegráfico, cualquier signo que señale la itinerancia por la ciudad. En la calle Granada la afluencia es ya masiva y hay que abrirse paso como en una selva entre los incautos que guardan cola pacientemente para hacer el brunch en alguno de los restaurantes pintorescos de la zona. Si decides desviarte a San Agustín, el respetable aguarda su turno para entrar al Museo Picasso entre la curiosidad y la indiferencia propia del oficio de turista, a veces en familia, otras en pareja, las más en el seno de otros grupos dirigidos entre la jauría. Pero no hay escapatoria: las terrazas de la Plaza del Obispo están ya a rebosar. A un tiro de piedra, la Plaza de Uncibay guarda sin embargo una disposición a medio gas, como si despertara aún de un letargo propiciado por una noche larga. En Casapalma, más muchachos uniformados esta vez con camisetas que reproducen la fotografía de un próximo casado salen ya bien pertrechados de una licorería. El tufo a incel se percibe a quilómetros, y casi anhela uno una despedida de soltera para restituir el equilibrio hormonal en el ambiente. Mala suerte: otros dos veinteañeros vienen por Tejón y Rodríguez con la camiseta hecha un trapo sobre el hombro. Hace ya un calor respetable, pero hay otra cola de armas tomar para llevarse unos churros. Cada uno se resuelve el brunch como quiere, o como puede. En los Mártires hay trasiego, posiblemente una boda, habrán celebrado antes su despedida aquí mismo, y en buena parte de las terrazas aledañas hay pies sucios acomodados en las sillas donde después otros asentarán sus posaderas entre porciones de tarta de manzana, crepes con helado de vainilla y todas las variedades posibles de infusiones y batidos. La cruz de la Plaza de San Juan de Dios sigue en pie, aunque huele a orina. Solo podemos quejarnos con media boca: un hombre de pelo cano, bajito y grueso, con rostro sonriente y a la vez concentrado, toca en el callejón el Romance anónimo a la guitarra y cada arpegio se agradece como un vaso de agua fresca.

Solo podemos quejarnos con media boca: un hombre toca el 'Romance anónimo' a la guitarra en el callejón

Corresponde ir entonces a la Alameda a comprar flores, aunque haga tanto calor, aunque sea por una mínima cuestión de resistencia. De camino, en la Plaza de la Constitución han acampado los ases del break-dance a montar su número y ya han reunido un corrillo de aplaudidores fervientes. El trasiego en las tiendas de la calle Larios es notable. Aquí se advierte con mucha más fuerza el turismo nacional, la variedad de acentos ibéricos, la prudente soltura de los exploradores del norte. En la cafetería de la Plaza de la Marina, una joven solitaria lee El guardián entre el centeno de Salinger mientras se le enfría el café, como si el transcurso del tiempo no significara nada para ella, como si ya no pudiera llegar tarde a ninguna parte. Pero en la Alameda sí hay prisas, gente que corre hacia la boca del metro como si fuese a perder el último tren, hombres encorbatados que tal vez han sido convocados a un encuentro importante en sábado, alguna madre de familia que corre tras un vástago demasiado intrépido. Los otros dos zagales tatuados que también se han quitado la camiseta y cruzan hacia la calle Córdoba caminan despacio, sin embargo, como leones en la placidez de sus dominios. Encontramos las flores perfectas para casa. Y el verano no ha hecho más que empezar.

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