Manuel Bustos Rodríguez

Miré los muros de la patria mía

La tribuna

Miré los muros de la patria mía
Miré los muros de la patria mía

24 de junio 2025 - 03:07

La España actual está formada al menos por varios grupos, con caracteres intercambiables entre sí. Los miembros del grupo mayoritario contemplan indoloros el deterioro acelerado de su país en lo político, moral y económico, con una mezcla de aburrimiento, indiferencia y resignación a pesar de su gravedad, y suelen pensar que los arreglos corresponde hacerlos a quienes nos rigen, que para eso se les paga sobradamente e, incluso, que da igual quien esté en el poder, puesto que todos engañan, roban y se corrompen, independientemente del partido al que pertenezcan.

En este grupo, el compromiso para solucionar el problema va desde cero hasta alguna presencia leve en las protestas. Sus componentes piensan que hay un peligro cierto, suelen quejarse, pero no encuentran una forma eficaz de revertir la situación y, finalmente, son aducidos por pequeños placeres que les compensan de los pesares y las libertades, reales o fingidas, que ya disfrutan. Al menos hasta tanto no les afecte el problema directamente. Están hartos de los enredos y corrupciones, cuyo seguimiento informativo, por largo y reiterativo, se ha vuelto imposible y cansino.

Lo más probable –piensan– es que al final todo se quede en agua de borrajas por falta de pruebas, dilatada duración del proceso penal, olvido o arreglo mediante una amnistía espuria facilitada por quienes ahora son oposición, por eso de la pacificación o el hoy por ti mañana por mí.

Un grupo algo más reducido de personas está constituido por quienes haga lo que haga su partido de elección o militancia seguirán apoyándole. Sus miembros son inasequibles al desaliento. Incapaces de un mínimo sentido de la objetividad y de la autocrítica, consideran a sus principales oponentes un grupo merecedor de un cordón sanitario, de un verdadero aislamiento para que ninguna de sus propuestas salga adelante. Los contrarios son considerados perversos y no deben tocar jamás poder, pues de hacerlo solo pueden traer retrocesos, xenofobia y desigualdad.

Este grupo es deudor de un trabajo sistemático externo sobre sus conciencias desde hace tiempo, que hace ver en el crítico y sus propuestas un enemigo a abatir, a pesar de que denuncie errores objetivos o proponga iniciativas sensatas. Su dependencia económica o profesional del partido suele jugar un importante papel en esta actitud de fidelidad incombustible. Se baten con fiereza, porque en su permanencia en el poder está frecuentemente su futuro y el de sus familiares y amigos.

Quien crea que la democracia basta para que el bien común impere por encima de intereses parciales está errado, sobre todo cuando el terreno de juego está sembrado de mentiras y apenas hay afán de corregirse. Los ciudadanos sensatos, responsables, comprometidos y honrados sobre los que debiera reposar el sistema político, no proliferan precisamente. Existen, pero se hallan opacados en medio de los dos grupos aludidos, más numerosos en el primer caso y más combativos en el segundo, así como por un escenario sociocultural muy poco propicio a su reconocimiento. No olvidemos la omnipresente mediocridad hoy rampante.

La moral cívica o religiosa sobre la que reposa una recta conciencia y valores arraigados hace aguas y los malos ejemplos arrastran a muchos en la dirección contraria. El compromiso público desde el conocimiento, la sensibilidad hacia el bien general y el rechazo de la mentira, principios esenciales de una democracia, deberían estar presentes a fin de que esta sea posible, sea eficaz y funcione correctamente. A la espera de que llegue algún día un verdadero cambio, al menos nos queda el recuerdo de otra España declinante en nuestro genial Quevedo. Recordemos su conocido verso: “Miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes, ya desmoronados, de la carrera de la edad cansados, por quien caduca ya su valentía…” Aunque entonces, al menos, éramos todavía una gran potencia política.

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